martes, 31 de mayo de 2016

El kibbutz de Horacio Oliveira

A veces necesito la locura. Plantearme la posibilidad como futuro imperfecto. Sólo así consigo lo que quiero: el miedo, el frenesí, la vida.


Profeso una patética admiración por las vidas normales. Muchas noches me pregunto cómo será eso de acostarse sin revolcarte y maldecirte y destruirte. Esas ganas de que acabe el día, descansar.
Pero, ¿y al día siguiente? ¿Y al próximo?
Siento que la vida se me esfuma, víctima de algún síndrome de abulia que nadie se atreve a tipificar.


Tengo tanto que decir y tan poco tiempo que mejor empiezo mañana.


Los ensayos sobre política actuales han acabado derivando en la prensa rosa de los pseudo-intelectuales.

Miro el cuadro de Picasso Los dos hermanos y siento una gran tristeza por el mundo en todos sus ámbitos. Llevamos colgando del cuello el peso de una responsabilidad indefinida aún, y que será la misma que deberán cargar los siguiente años, siglos después. Cadenas que se retuercen en la duda artificial de nuestros días.

Los dos hermanos (1906), Pablo Picasso.


Si las modas son definidas como tendencias mortales que nacen, crecen, proliferan, y mueren, que alguien me explique entonces qué es un hombre en el Universo.


Escribo inerme de ganas y de ideas. Trato a mis textos como a hijos desquiciados, desheredados. Me avergüenzo de no ser más de lo que soy.


De mis textos (famélicos, lúdicos, con sensación de una profundidad incuestionable e improbable) un político sacaría ideas revolucionarias, un cura la prueba inapelable de que Dios no está muerto; si me lee un suicida, comprensión; un loco: su Biblia.



Hubo una vez que tuve encima de mí a una mujer a la que no sé si llegué a amar. Me regaló los años más hermosos de mi adolescencia.
La tuve encima mientras lloraba.
Me tuvo debajo mientras lloraba yo.
Los dos sabíamos que el otro sabía que estábamos llorando. Era absurdamente poético.
Con ella se acabó mi adolescencia.
Hubo una vez que tuve al dolor encima. Pero decidió tomarse una cápsula y se marchó.

El poder del recuerdo es asombroso.
Recordar es una acción tan habitual que pasa y no llama. Recuerdas, sí, una buena novela, que mañana tienes que visitar a nosequién, ir a nosedónde.
Pero llega la noche y, mientras suena esa canción, dices: mierda.


Nunca entenderé por qué por las noches pienso en incongruencias que se agravan más en proporción a la luz lunar que incide en la habitación. Paso la noche en vela. Me crispo, me frustro, me arranco unas cuantas palabras sin sentido y las echo a un papel. Cierro los ojos. Dejo pasar el tiempo.
Amanece. Ya pienso con claridad. Pero el problema es que ahora estoy rodeado de incongruencias reales, de carne y hueso: el mundo, Dios, y yo mismo.


Un artista que copia no es artista. Uno que imita lo es, pero está condicionado, lentamente entiende. Un artista que es artista no es artista porque quiera, sino porque es capaz de expresar su más hondo dolor: la vida.
Mientras, los demás tratan de copiarle e imitarle.


La bruma, la niebla: no se ve, pero estás viendo. Tras la nada, algo. Detrás de ti: bullicio. La bruma, lo lúgubre hecho aliento.